Ingenierito, con chalequito

Me convertí en ingeniero.

Me gusta como una frase tan corta e inocente esconde tanto. Al mismo tiempo me preocupa. Al mismo tiempo me engaña.

Recuerdo como hace 10 años me paseaba, bulímico, por el campus San Joaquín en camino a algún curso de Letras con mi cabello sucio y mi barba intermitente, oculto bajo ropa negra convertido en un estereotipo violento del adolescente poeta. Sin embargo, era feliz.

Me reía interiormente de los estudiantes de ingeniería: todos iguales, con sus lentes de marco ligero, sus pantalones beige y sus chalecos sin manga. "Patéticos" pensaba. "Vendidos a la lógica" pensaba. Luego me iba a un banco a garrapatear versos y pensaba en lo diferente que pudo haber sido mi vida, totalmente convencido de estar experimentando la plenitud.

Ya sabemos como terminó eso: depresión endógena, retiro, tambaleo sin futuro por unos años hasta aterrizar en... ingeniería.

"Para cumplir" me dije. Para tener algo con que pagar las cuentas, y dejar de comer los pulmones de mis viejos. Bueno: misión cumplida. Tengo un trabajo patético, la vista arruinada, 18 kilos encima, la polola "seria", un diploma que mostrar a la familia y mis propios agobiantes pantalones beige, sin olvidar los lentes, no olvidemos los lentes. Marco ligero por supuesto para que no estorben la cara, por supuesto. Por supuesto.

Por supuesto.

En una década pasé de un flaco que, confesemos, se comia todo lo que quería (y no hablo de comida precisamente) pero que sobre todo era intensamente feliz a un gordo ingenierito, con chalequito, preocupado de pagar las cuentas, del arreglo del auto, de la arena del gato, del almuerzo del jueves, de la base de datos y que se hunde y le tiemblan las manos a la hora de preguntarse "¿estás donde querías llegar?"

El terror es porque sí, estoy exactamente donde quería.

Me convertí en ingeniero.