Mientalife
Hoy en el metro me crucé con la amiga más importante de mi época de colegio, a quien veía con mediana frecuencia desde hace un tiempo. Pero ella no me vio, o al menos eso quiso hacer creer.
Estaba
completamente distinta. Primero tenía el pelo suelto (algo que me consta que
odia), el cual estaba sirviendo de depósito secundario de baba de un musculín
tan estereotipado que dolía de ver. Además vestía ropa… rara, extrovertida, que
nunca se puso en los 20 años que la conozco. Junto a ambos una mujer que
claramente había hecho del roce carretero un deporte. La ví reir, con esa
sonrisa de mierda que todo quien ha estado a la fuerza donde no quiere conoce. La
oí hablar de temas huecos, del “hay que emparejar al X” “vamos al karrete” (así,
con K). También vi su sorpresa e incomodidad al verme, y noté cada gesto que
hace todo el que decide ignorar.
En los minutos
eternos entre vicuña Mackenna y Santa Rosa, volví unos años atrás a la era en que
estrenaban El Señor de los Anillos III. Estaba con Fernando y ella: pelo
tomado, polerón casual, cero maquillaje, feliz. Hicimos los tres nuestra pequeña
aventura desde San Bernardo hasta Maipú para ver la película en el Cinemark. Mcdonalds,
cine (borroso y en 2D, pero entonces eso importaba poco) y un viaje de vuelta
riendo y conversando de Tolkien.
También
tuve tiempo para recordar el resto de nuestras salidas juntos: las veces en
casa de Diego, las veces en su propia casa jugando cartas, las comidas en casa
de mi abuela, nuestra graduación, las juntas de los últimos años… también las
de los últimos meses en que jugamos Xbox en mi casa y logré poner Pokemon
Crystal en su celular, quedando ella genuinamente feliz.
Pero la
última vez que nos vimos fue distinta. Estaba distante, preocupada de venderme
un tarro de batido Herbalife para luego decir “me tengo que ir”. Y también tuve
presente los últimos contactos por email, en que esquivaba la idea de venir a
verme hasta que terminara con el tarro. También sus insistencias por que le hiciera
el favor de reparar su notebook. Y recordé claramente el último día que
quedamos de vernos, hace poco menos de un mes, cómo no apareció ni contestó el
teléfono.
¿Tanta
falta hace rodearse de gente, que se debe abandonar, negar lo que uno es con
tal de conseguirlo? Esa Pamela no era la que yo conocí. Esa Pamela no era ella
misma. ¿Cómo puede una persona que ha sido tu amiga por décadas dejarte de lado
para favorecer a gente de mente fácil, vacía, amigos que no son amigos?
Pero eso
vi esta noche en el metro. Una mujer que renunció a ser ella misma en favor de
relaciones desechables. No tuve coraje para acompañarla más en esa escena, así
que me bajé en una estación que no era la mía y me quedé frente a la puerta,
mirándola de frente. Al menos en ese momento reconocí algo verdaderamente tuyo:
tu facilidad para el rubor.
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